sábado, 18 de septiembre de 2010

LA CARTA QUE NUNCA ENTREGUE.

Mi querido papa, comprendo lo desconcertado que andarás, llegar a casa y que tu hijo, con quien hace unas horas estabas conversando, te deje una carta sobre tu mesa de despacho, es algo confuso. No escribía una carta desde el colegio, ¿te acuerdas de cuando a escondidas de ti (que has sido mi único “maestro”) les escribía a las niñas que previamente había conocido en las escuelas donde me llevabas a ponerles películas?. Sabes hasta hace poco aun tenía varias guardadas de aquella época, y que nunca tuve el suficiente valor a remitir…entre otras cosas porque desconocía su dirección. ¿Donde me encuentro ahora y porque te escribo?, es increíble, trato de evadirme de darte esta confesión escrita, a ti, a quien siempre le he podido contar lo que a nadie podía; sin embargo ahora no te puedo decir lo que ya todos saben. Obligue silenciar a Julio a Solita a Miguel a mi novia Isabel…, no te enojes con ellos, se lo pedí como un último favor antes de marchar, y quizás ni ellos mismos sean conscientes de a donde marcho. Me hubiese gustado tener el valor de hablar contigo personalmente, de enfrentarme a tus ojos, de responder a cada pregunta que me hicieras al respecto, pero yo sabía que tus preguntas no tendrían respuestas. Con tus sabios consejos e inteligencia, harías que recapacitase, que volviese a estudiar o al trabajo, y cumplir tu ilusión de verme de profesor en tu puesto, si, tu eres la única persona que terminaría convenciéndome, y yo no abandonaría jamás nuestra amada Murcia. He tomado esta decisión solo, sin que nadie intervenga, tener la capacidad de hacer algo callando a la conciencia, al espíritu.., a tu lógica. Necesito esto, necesito demostrar que controlo mi vida, y la única forma en que lo puedo hacer es tomando una decisión de esta índole. Voy al África Occidental Española, si sé que es una locura, que allí hay una guerra, si te lo hubiese confesado antes habrías movido cielo y tierra y lo hubieras impedido. Estoy escribiendo esta carta y tengo que frenar por no poder controlar las lagrimas, pues pienso en ti, en mama y en mi hermana.., es lo que me dirías, y que en el instante de leer esa frase habrás controlado tu ira para no hacer pedazos este papel. Sé que suena mentira, que lo hubieses esperado de cualquiera menos de tu hijo Juan José, al que enseñaste a leer a Hemingway a Machado y a Lorca , al que tantas veces le contaste los horrores de la guerra que tu viviste, con quien pasaste tantas horas y días conversando acerca de la paz, ¿recuerdas cuando te preguntaba ¿Como alguien asesina a otra persona que lucha por España, igual que tú?, ¿Cómo se va a una guerra entre hermanos? ¿Acaso no sabíais, que peleabais contra otros hermanos que también han sido engañados?, ¿qué los están usando como monigotes de feria?, tú me afirmabas qué para las personas por las cuales peleabais, si encontrabais la muerte en combate no erais más que “bajas razonables”. Sigo pensando del mismo modo que siempre, no estoy a favor de la guerra, todavía pienso que para mis amigos o mi familia nunca seré una baja razonable, si es que muriese, y tendría que dar la vida por ellos y no por mis ambiciosos planes de futuro. Soy quien conoces, no he cambiado en absoluto en mi pensar y sentir, simplemente ordene ideas aisladas que me atormentaban, y ellas me llevaron a tomar medidas extremas. Me es difícil aun poder explicar porque mientras tu lees esto yo estoy en un barco de guerra, junto a toda mi bandera paracaidista camino del Sahara.

viernes, 10 de septiembre de 2010

UNA HISTORIA DE GUERRA





Alguien escribió en cierta ocasión que si una historia de guerra parece moral, no debe creerse. Y alguna vez lo repetí yo mismo. Pero eso no es del todo verdad. O no siempre. Como todas las cosas en la vida, la moralidad de una historia depende siempre de los hombres que la protagonizan, y de quienes la cuentan. Ésta de hoy es una historia de guerra, y quiero contársela a ustedes tal como algunos amigos míos me han pedido que lo haga. La moralidad la aportan ellos. Yo me limito a ponerle letras, puntos y comas.

Base de Mazar Sharif, Afganistán. Cinco guardias civiles, de comandante a sargento, perdidos en el pudridero del mundo, formando a la policía afgana. Cinco guardias de veintidós llegados hace cinco meses y medio, desperdigados por una geografía hostil y cruel, en misión de alto riesgo, en una guerra a la que en España ningún Gobierno llamó guerra hasta hace cuatro días.

Los cinco de Mazar Sharif, como el resto, eran gente acuchillada, porque lo da el oficio.

Sabían desde el principio que a la Guardia Civil nunca se la llama para nada bueno.

Y menos en Afganistán.

Si lo que iban a hacer allí fuera fácil, seguro, cómodo o bien pagado, otros habrían ido en vez de ellos.

Aun así, lo hicieron lo mejor que podían. Que era mucho.

Atrincherados en una base con americanos, franceses, holandeses y polacos, vivían con el dedo en el gatillo, como en los antiguos fuertes de territorio indio. Igual que en los relatos de Kipling, pero sin romanticismo imperial ninguno. Sólo frío, calor, insolaciones, sueño, enfermedades, soledad. Peligro.

Los únicos cinco españoles de la base, de la provincia y de todo el norte de Afganistán.

Ellos y sus compañeros habían llegado a la misión tarde y mal, aunque ésa es otra historia.

Que la cuenten quienes deben contarla.

Aun así, con la resignada disciplina casi suicida que caracteriza al guardia civil, se pusieron al tajo.

Como era de esperar, no encontraron la mesa puesta.

Quien estuvo por esos mundos con militares norteamericanos, holandeses y franceses, sabe de qué van las cosas.

Sobre todo con los norteamericanos, que tienen a Dios sentado en el hombro como los piratas llevan el loro.

Para hacerse un hueco entre sus aliados, distantes y despectivos al principio, no hubo otra que la vieja receta de Picolandia: aprender rápido, trabajar más que nadie, no quejarse nunca y ser voluntarios para todo.

Y por supuesto, tragar mierda hasta reventar.

Y así, a base de orgullo y de constancia, poco a poco, los cinco hombres perdidos en Mazar Sharif se hicieron respetar.

Un triste día se enteraron de la muerte de sus dos compañeros en Qualinao.

De la pérdida de dos guardias civiles de aquellos veintidós que llegaron hace medio año, y de su intérprete.

Y pensaron que el mejor homenaje que podían hacerles era que la bandera norteamericana que ondea en la base fuese sustituida, aquel día, por la española a media asta.

Eso no se hace allí nunca, aunque a diario hay norteamericanos muertos, los franceses sufrieron numerosas bajas, y también caen holandeses y polacos.

Así que el jefe de los guardias civiles, el comandante Rafael, fue a pedir permiso al jefe norteamericano.

Accedió éste, aunque extrañado por la petición.

Saliendo del despacho, el guardia civil se encontró con el jefe del contingente francés, quien dijo que a él y a sus hombres les parecía bien lo de la bandera.

En ésas apareció otro norteamericano, el mayor James, que nunca se distinguió por su simpatía ni por su aprecio a los españoles, y con el que más de una vez hubo broncas.

Preguntó James si los muertos de Qualinao eran guardias civiles como ellos, y luego se fue sin más comentarios.

A las ocho de la tarde, cuando fuera de los barracones apenas había vida, los cinco guardias se dirigieron a donde estaba la bandera.

Formaron en silencio, solos en la explanada, cinco españoles en el culo del mundo: Rafael, Óscar, Rafa, Jesús y José. Cuando se disponían a arriar la enseña, apareció el teniente coronel francés con sus cuarenta gendarmes, que sin decir palabra formaron junto a ellos.

Luego llegaron el mayor James, el teniente Williams y veinte marines norteamericanos.

Y también los polacos y los holandeses.

Hasta el pequeño grupo de Dyncorp, la empresa de seguridad privada americana destacada en Mazar Sharif, hizo acto de presencia.

Todos se cuadraron en silencio alrededor de los cinco españoles, que para ese momento apretaban los dientes, firmes y con un nudo en la garganta. Y entonces, sin himnos, cornetas, autoridades ni protocolo, el capitán Rafa y el sargento José arriaron despacio la bandera.

Una historia de guerra nunca es moral, como dije antes.

Si lo parece, no debemos creerla.

Pero a veces resulta cierta. Entonces alienta la virtud y mejora a los hombres.

Por eso la he contado hoy.


Arturo Pérez Reverte,
XLSemanal, 12 de Septiembre de 2010.